lunes, 30 de enero de 2012

En busca del miedo


En el lindero de un espeso bosque estaba la cabaña de Edelmira. Esta vivía allí hacía mucho tiempo, acompañada solamente por Juan, su sobrino, que contaba diez años. El sitio en el que se hallaba la choza era sombrío y solitario.
Una noche de invierno, en que la tía y el sobrino estaban calentándose junto al fuego, un viento tempestuoso se desencadenó e hizo aullar los árboles como fieras doloridas. Empujada por sus embates, la puerta de la cabaña se abrió de pronto, con gran estrépito.
- ¡Corre a cerrarla!- gritó Edelmira a su sobrino-. ¡Tengo un miedo horrible!...
- ¿Miedo?- repitió Juan-. ¿Qué es eso? ¿A qué se parece eso?
- El miedo... ¡vamos!, es el temor a una cosa que a veces no se sabe lo que es.
- Puesto que yo no siento el miedo aquí- se dijo entonces Juan-, mañana saldré a buscarlo por el mundo, y no me detendré sino cuando lo encuentre.
Y al día siguiente, antes de que Edelmira despertara, Juan se alejó de la casa y del bosque para ir en busca del miedo.
Toda la mañana y toda la tarde caminó sin encontrarlo. Por la noche, al salir a un valle, vio que en el fondo de él se alzaba una colina y que en lo alto de ésta brillaba una fogata.
- Vayamos hacia allá- se dijo-. Quizá allí esté el miedo.
Apresuró la marcha, y media hora después llegaba a al cumbre. Una banda de ladrones se calentaba junto a la hoguera.
- Buenas noches, señores- dijo el mozo, yendo a sentarse a la orilla del fuego-. Verdaderamente, sólo aquí vuelve uno a la vida. El frío hiela los huesos.
- ¿Cómo te aventuraste a llegar hasta aquí?- dijo el capitán de los bandidos-. A este lugar no se acercan ni los pájaros. ¿A qué vienes?
- He salido de mi casa para ir en busca del miedo. Si vosotros sabéis dónde puedo encontrarlo, os ruego me indiquéis el lugar.
- Nosotros somos el miedo- repuso el capitán.
- ¿Vosotros?... No comprendo...- exclamó Juan, mirando hacia todos lados.
-Sí, nosotros- afirmó el capitán-; pero si aquí no lo encuentras, toma esta marmita de agua, este pan, huevos y azúcar; baja a la colina; allá, a la derecha del valle, está el camposanto del pueblo; detente allí, enciende una fogata, que desde aquí veremos, y haz en ella un buen budín, que nos traerás enseguida.
Juan tomó todo aquello, y partió con sus chismes hacia el camposanto. Una vez allí, recogió algunas ramas secas y encendió una hoguera. Después apartó a un lado un pequeño fuego y colocó sobre él la marmita con el pan, los huevos y el azúcar.
La noche estaba tranquila y el silencio era completo. Juan fue a sentarse junto a la losa de un sepulcro; pero no hacía tres minutos que estaba allí, cuando aquella losa comenzó a moverse y una mano crispada asomó por un lado, al mismo tiempo que una voz cavernosa pronunciaba estas palabras:
- ¿Es para mí ese budín?
- ¿Cómo se ha de dar a los muertos lo que es para los vivos?- exclamó Juan, rechazando la mano hacia adentro y poniendo algunas piedras sobre la losa.
Momentos después, el budín estaba concluido. Dejó que la marmita se enfriara un poco, y alzándola en sus manos, volvió con ella a la colina.
- ¿Encontraste el miedo?- le dijo el capitán, recibiéndole con miradas curiosas.
- No- respondióle Juan-; nada vi, sino una mano que salió de un sepulcro y me pidió el budín; pero la empujé para hacerla entrar de nuevo en la tumba y no supe más de ella.
- ¿Persistes aún- le dijo el capitán- en seguir buscando el miedo?
- Es indudable, puesto que para eso he salido de mi casa.
- Pues entonces- añadió uno de los bandoleros- será preciso que vayas al lago del caimán; puede que allí te espere alguna sorpresa.
- ¿Hacia dónde cae ese lago?- preguntó Juan.
Los ladrones dieron las señas al mozo, y éste partió inmediatamente para allá. La luna había salido, y en los caminos había una luz fantástica que alargaba las sombras de los árboles, prolongándolas indefinidamente.
Después de una hora de marcha el intrépido chiquillo avistó las aguas del lago. Todo estaba silencioso. Cualquiera se habría sentido estremecer al encontrarse solo en aquellos sitios envueltos en misterio y soledad. Se hubiera dicho que iban a surgir de las ondas los más terroríficos fantasmas. Juan, sin embargo, permaneció tranquilo. Pero aún no había acabado de contemplar el paisaje, cuando salió de entre los altos juncos de la orilla un enorme caimán que comenzó a perseguirle. Ligero, pero tranquilo de ánimo, Juan corría para no ser alcanzado por el monstruo; pero éste cada vez acortaba más la distancia que le separaba de su anhelada presa. Comprendiendo Juan que si las cosas seguían así muy pronto le daría caza el terrible saurio, dirigió la mirada hacia el lago para ver si por casualidad había alguna  barca a la que pudiera saltar y alejarse de la orilla; pero allí no había barca alguna; en cambio, un puentecillo de madera, más angosto que la palma de la mano, cruzaba el lago de uno a otro extremo. Juan, aún comprendiendo que si avanzaba por aquel puente no daría muchos pasos sin caer al agua, decidióse, no obstante, a penetrar en él para libertarse de su perseguidor.
El puentecillo, era muy débil y cuya madera estaba carcomida, se balanceaba y crujía cada vez que el pie de Juan se posaba sobre él; pero el mozo, tranquilo siempre, y siempre sereno, iba acomodando sus pies, que apenas cabían en el estrecho tablón, con igual naturalidad que si caminara sobre tierra firme.
Durante media hora anduvo así, con el abismo negro del agua bajo sus plantas. Si el miedo de caer le hubiera invadido, se habría ahogado, no una, sino mil veces: pero Juan no sabía lo que era el miedo. Cuando llegó a la orilla opuesta, una bellísima joven le tendió la mano para ayudarle a saltar tierra.
- Te vi- le dijo- desde que diste los primeros pasos sobre el puente. He temblado por ti. ¿Vas a quedarte en este valle? Sería motivo de júbilo para mí, porque aquí yo vivo, y nos veríamos constantemente.
- Así lo quisiera yo también- dijo Juan-; pero he salido de mi casa para buscar el miedo, y no me detendré hasta encontrarlo.
- ¿Es posible que no lo hayas sentido al cruzar este puente?- exclamó la joven, asombrada.
- ¿Sentido?- repitió el muchacho-. ¿Pues qué, el miedo se siente?
- Sí, sí- dijo la joven-. Yo lo he sentido al verte atravesar ese puente. No vayas a buscarlo: es horrible. Quédate aquí, y nos casaremos.
- Volveré por ti después de que lo encuentre- respondió Juan, inflexible-. Porque he salido a eso, a buscarlo; pero volveré por ti, volveré seguro...
Y estrechando la mano de la joven, despidióse de ella y se lanzó camino adelante.
Comenzaba a amanecer; la luna se ocultó y la aurora pintó de grana el cielo. Poco después, Juan entraba en una gran ciudad. Al llegar a la plaza principal vio que una multitud de gente, con la cabeza levantada, seguía los revuelos de un pichón.
Se detuvo, y siguió también con la vista al ave. Después de mucho volar, el pichón bajó violentamente y se detuvo en la cabeza de Juan. Entonces la multitud entera vino hacia él, gritando:
- ¡Este es el rey! ¡Este es el rey!
Y como Juan no entendía lo que pasaba, le explicaron que el rey había muerto, y que aquel era el modo de designar a un nuevo rey.
- Eres tú, pues, el elegido- dijo la multitud, conduciéndole hacia el trono.
Y fue entonces cuando Juan, presintiendo el peso de sus nuevas obligaciones, y comprendiendo que no podía ya casarse con la sencilla muchacha del valle, a quien él quería, porque ya era un rey, sintió que un extraño escalofrío le subía por la espalda hasta la nuca, y se dijo, temblando:
- No me cabe duda: al fin, éste es el miedo.

jueves, 26 de enero de 2012

Amelia o el lenguaje de las flores


Amelia adoraba las flores, y muy a menudo, decía que era le era más soportable no comer que no tener flores en su habitación aunque esto de no comer no se refería, por supuesto, a los bombones, pasteles y demás golosinas que eran también una de las debilidades de la niña.
El amor de Amelia hacia las flores no consistía, como pudiera creerse, en cultivarlas, regarlas y ponerlas al sol. Eso era demasiado vulgar para la sensible Amelia, que por nada del mundo hubiese manchado sus manos con la negruzca tierra ni mucho menos aún con el prosaico abono. En cambio, adoraba cortarlas de sus tallos, y colocarlas artísticamente en un jarrón de porcelana, o bien, para poder admirarlas más tiempo, las colocaba con delicadeza entre las páginas de vitela de un herbario, entre dos hojas de papel secante.
Tampoco iba nunca al baile sin una guirnalda de orquídeas o de camelias en su negra cabellera, y sin un ramo de flores en la cintura. También sabía hacer vinagrillo de rosas, poniendo pétalos en infusión en un frasco de alcohol, bombones de violeta cristalizada, que, según Amelia, era el alimento de las ninfas, y, en cuanto tenía una duda, las hojas de una margarita la sacaban pronto de su incertidumbre.
Aquella mañana de primavera en que se desarrolla mi historia, Amelia, rosada como la aurora, en su crinolina rosa, entró en su alcoba, llevando en sus brazos un enorme ramo de lirios, de rosas de Bengala, y de amarillos claveles persas, todavía húmedos de rocío. Los distribuyó en los floreros de porcelana chinesca que adornaban su cómoda y las consolas, pero un grupo de cardos morados y azules, ocultos entre las demás flores, pincharon cruelmente los dedos de la amable Amelia, que lanzó un grito y pensó en desmayarse, y luego, abriendo el balcón, arrojó al jardín los espinosos rebeldes.
- ¡Ah, qué dolor tan cruel!- exclamó la niña, oliendo un frasco de agua de melisa, fabricada por ella, para fortalecerse.
No había acabado de hablar, cuando entraron en la habitación cuatro gigantescos guerreros con armaduras de bronce erizadas de pinchos y en cuyos cascos unas plumas azules y moradas le hicieron pensar en los cuatro hijos de Aymon cuyas proezas había leído en el almanaque pintoresco. Pero no eran paladines ni mucho menos, porque sin pronunciar palabra, cogieron a la niña por las muñecas, y la llevaron consigo, sin dejarla pillar su pamela de paja de Italia, ni siquiera su manteleta de tafetán junquillo.
Aquella vez sí que se desmayó Amelia, y cuando volvió en sí, se halló en una situación realmente desusada, pues estaba colocada dentro de un inmenso vaso de cristal negro, y metida en agua hasta la rodilla, como una flor cuya corola fuese de seda rosa, y cuyo corazón fuese el propio corazoncito asustado de la niña.
Amelia gritó, y se retorció los brazos, desesperada. Entonces una dama con inmenso traje de terciopelo rosa, y cabellera verde, peinada a la antigua usanza francesa, se acercó a ella, y murmuró con dulce voz:
- Acércate, azucena… Mira qué flor tan extraña… ¡Una flor que habla!
- Majestad- dijo la aludida cuyo traje de terciopelo blanco estaba recamado de oro-, esta pobre florecilla silvestre no sabe el honor que tiene en ser contemplada por su majestad rosa de Francia.
Amelia se quedó asombrada al oír el extraño diálogo, y muy vejada al oírse tratar de “pobre florecilla silvestre”. Pero la reina y su dama se alejaron majestuosamente.
- Heme de nuevo sola con mis pensamientos- dijo la niña tratando de salir de su florero. Pero una multitud de traviesos pajecillos, vestidos de terciopelo violeta, y otros de raso amarillo, la rodearon saltando y gritando:
- ¡Con tus pensamientos! Eso quisieras, que fuéramos tuyos, para atormentarnos, como hasta ahora has hecho.
- ¿Yo?- exclamó Amelia-. Al contrario, siempre me habéis gustado muchísimo. Tengo mi libro lleno de pensamientos secos que parecen recién cortados.
- ¿Y que te parece a ti- dijo un pensamiento, de un morado tan oscuro que parecía de terciopelo negro-, te parece a ti que hemos nacido para morir aplastados entre las hojas de un libro, aunque sea de misa? Cuando dios nos ha puesto en el jardín, es para que gocemos del sol y del aire de la primavera. ¿Te gustaría que os metiesen a ti y a tu familia debajo de un montón de piedras, para que os admirasen luego de aplastados y de convertidos en momias?
- ¿O que te estrujasen para hacer perfume contigo? – dijo la violeta, que estaba reclinada entre almohadones de terciopelo verde oscuro, que casi la ocultaban.
- ¿O que te vendiesen, arrancada violentamente de tu lecho, para adornar un jarrón?- exclamó el nardo, que quemaba perfumes orientales en una copa de alabastro, envuelto en su túnica blanca.
Amelia, sin saber qué responder a tan justas quejas, lloraba silenciosamente. Un grupo de amapolas, descaradas como buenas campesinas, se burlaron de ella:
- ¡Mira, su nariz es tan roja como nuestros vestidos! ¡En verdad que el rocío no favorece a las flores humanas!
Poco a poco, la enorme sala- que era una especie de invernadero de cristales verdes, azules y violetas, sostenida por inmensas palmeras de oro con frutos luminosos, y en cuyo centro había una fuente de coral con un surtidor que cambiaba de colores- se fue llenando de flores animadas, cuyos perfumes hacían la atmósfera totalmente irrespirable para un ser humano. Amelia, toda sofocada, trataba en vano de salir de su florero. Tenía los pies helados por el largo tiempo que habían permanecido en agua, y estornudó varias veces, produciendo gran regocijo entre las flores.
Pero los pensamientos volvieron otra vez a su idea.
- Es necesario someterla a tormento! ¡Que aprenda por sí misma lo que nos hace sufrir a todas! ¿Qué os parece que hagamos con ella?
- Atravesarla con un alfiler, como hizo ayer con mi hermana para prendérsela en el pecho- dijo una camelia, roja de ira-.
- O mejor echarla en una caldera de almíbar hirviendo, ya que su golosina nos condenaba a tan horrible suplicio- dijeron varias flores de acacia, de cuyo aspecto candoroso nadie hubiese podido esperar tanta crueldad.
- No hagáis tanto ruido- dijeron los guerreros cardos, ásperamente-. Ya sabéis que la reina rosa gusta del silencio, del que ella era emblema en la antigüedad. Deliberad en voz baja, o tendremos que castigaros.
- Parece mentira que seáis de nuestro pueblo- dijeron las amapolas, que eran las más escandalosas. Y le sacaron la lengua en señal de desprecio.
- Lo mejor- dijeron los pensamientos, que eran muy testarudos- es atormentarla como ella, cuando no era nuestra cautiva, acostumbraba a atormentarnos. Ahora vamos a hacerte lo que tú nos haces a nosotros.
Y sacando a la desdichada Amelia del florero, quisieron sepultarla entre las hojas de un libro de misa gigantesco.
- Así podremos admirarte siempre, disecada entre dos algodones- decían los muy traviesos.
Pero la niña gritaba tanto, que, temerosos de un regaño, huyeron, después de colocarla de nuevo en el agua, pues se oían pasos que se acercaban.
Era la reina rosa de Francia, que volvía acompañada de un mancebo con turbante amarillo y vestido, a la oriental, de terciopelo naranja sobre una túnica de seda gris. Miró a las flores, silenciosas e hipócritas, y luego:
- Ved, mi querido clavel de Persia- exclamó-. Aquí tenéis una flor de especie muy rara a quien dedicar vuestros madrigales…
- Os chanceáis, majestad- dijo el clavel de Persia-. Yo no dedico mis poesías a una flor artificial.
- No es artificial- protestó riéndose la reina-. Está sólo un poco marchita… - pero se evita cortándola un poco de tallos. Azucena, traedme unas tijeras.
La pobre Amelia se desmayó de nuevo, sobre todo al escuchar que estaba marchita. Pero cuando oyó ruido de las tijeras enormes, volvió en sí, y suplicó a la reina:
- ¡Tened piedad de mí! ¡Yo siempre he amado mucho las flores, y no he podido vivir nunca sin ellas!
La reina se echó a reír, y dijo, dirigiéndose a la rosa de Bengala, su prima, vestida de púrpura con diadema de esmeraldas:
-¡Os aseguro que nunca he visto una flor tan extraña! Habla igual que nosotras...
- Es que yo sé el lenguaje de las flores- exclamó Amelia, encantada, creyendo que había conseguido enternecer a la reina-. La violeta significa modestia; el tulipán, presunción; el myosotis, “no me olvides”.
Pero la violeta, que lucía pomposo traje de raso verde con guirnaldas violetas, protestó indignada: - ¡Qué cúmulo de falsedades! Estoy harta de oírme llamar modestia, cuando mi perfume es un continuo llamamiento para que me admiren, sobre mi lecho de terciopelo verde oscuro.
- ¡Yo presumido!- dijo el tulipán-. En todo caso con razón, pues en Holanda he sido rey durante largo tiempo. Esta flor es una necia pedantuela.
- Por lo que se refiere a mí- dijo el myosotis-, estoy cansado de que los enamorados ridículos me adopten como emblema.
En cuanto a la margarita, se entretuvo en arrancar uno por uno los volantes del traje de Amelia, para saber su porvenir.
Amelia estaba aterrada al ver la cólera de las flores, y la rosa de Francia dijo:
- Ese no es el lenguaje de las flores. Hay otro que has debido entender, mucho más elocuente. Cuando una flor se dobla hacia el suelo, es que tiene sed… Cuando palidece, es que desea la caricia del sol… Cuando se balancea en su tallo, es que es feliz, no que ansíe morir cortada sobre tu traje… Y cuando, como tú ahora, se mustian, es que va a terminar pronto su existencia…
Y todas las flores se rieron mucho. Amelia suplicó:
- ¡Por favor, señora reina! Perdonadme y no volveré a hacerlo más.
- Lo mejor es- dijo el lirio- que tratemos de ver si exhala algún perfume destilándola en un alambique.
Y sacándola del jarrón, la arrastraron hacia un inmenso aparato cuya complicación no anunciaba nada bueno. Entonces la infeliz Amelia perdió definitivamente el sentido, y cuando despertó, se halló sobre la alfombra de su alcoba, con la cabeza sobre las rodillas de su mamá, que decía muy asustada:
- ¡Pero a quién se le ocurre dormirse en una habitación cerrada con flores! ¡Un día se morirá por amarlas demasiado!
- No- dijo Amelia; no volveré a cortar una en mi vida.
Y desde aquel dia, su jardín fue el mejor cuidado de la ciudad, y cuando regaba los macizos, Amelia creía ver sonreír a la rosa de labios rojos, y que las mil caritas de gato de los pensamientos la miraban irónicamente, como duendes traviesos que le recordaban su horrible pesadilla, en la que la niña aprendió, de un modo indeleble, el verdadero lenguaje de las flores.