jueves, 26 de enero de 2012

Amelia o el lenguaje de las flores


Amelia adoraba las flores, y muy a menudo, decía que era le era más soportable no comer que no tener flores en su habitación aunque esto de no comer no se refería, por supuesto, a los bombones, pasteles y demás golosinas que eran también una de las debilidades de la niña.
El amor de Amelia hacia las flores no consistía, como pudiera creerse, en cultivarlas, regarlas y ponerlas al sol. Eso era demasiado vulgar para la sensible Amelia, que por nada del mundo hubiese manchado sus manos con la negruzca tierra ni mucho menos aún con el prosaico abono. En cambio, adoraba cortarlas de sus tallos, y colocarlas artísticamente en un jarrón de porcelana, o bien, para poder admirarlas más tiempo, las colocaba con delicadeza entre las páginas de vitela de un herbario, entre dos hojas de papel secante.
Tampoco iba nunca al baile sin una guirnalda de orquídeas o de camelias en su negra cabellera, y sin un ramo de flores en la cintura. También sabía hacer vinagrillo de rosas, poniendo pétalos en infusión en un frasco de alcohol, bombones de violeta cristalizada, que, según Amelia, era el alimento de las ninfas, y, en cuanto tenía una duda, las hojas de una margarita la sacaban pronto de su incertidumbre.
Aquella mañana de primavera en que se desarrolla mi historia, Amelia, rosada como la aurora, en su crinolina rosa, entró en su alcoba, llevando en sus brazos un enorme ramo de lirios, de rosas de Bengala, y de amarillos claveles persas, todavía húmedos de rocío. Los distribuyó en los floreros de porcelana chinesca que adornaban su cómoda y las consolas, pero un grupo de cardos morados y azules, ocultos entre las demás flores, pincharon cruelmente los dedos de la amable Amelia, que lanzó un grito y pensó en desmayarse, y luego, abriendo el balcón, arrojó al jardín los espinosos rebeldes.
- ¡Ah, qué dolor tan cruel!- exclamó la niña, oliendo un frasco de agua de melisa, fabricada por ella, para fortalecerse.
No había acabado de hablar, cuando entraron en la habitación cuatro gigantescos guerreros con armaduras de bronce erizadas de pinchos y en cuyos cascos unas plumas azules y moradas le hicieron pensar en los cuatro hijos de Aymon cuyas proezas había leído en el almanaque pintoresco. Pero no eran paladines ni mucho menos, porque sin pronunciar palabra, cogieron a la niña por las muñecas, y la llevaron consigo, sin dejarla pillar su pamela de paja de Italia, ni siquiera su manteleta de tafetán junquillo.
Aquella vez sí que se desmayó Amelia, y cuando volvió en sí, se halló en una situación realmente desusada, pues estaba colocada dentro de un inmenso vaso de cristal negro, y metida en agua hasta la rodilla, como una flor cuya corola fuese de seda rosa, y cuyo corazón fuese el propio corazoncito asustado de la niña.
Amelia gritó, y se retorció los brazos, desesperada. Entonces una dama con inmenso traje de terciopelo rosa, y cabellera verde, peinada a la antigua usanza francesa, se acercó a ella, y murmuró con dulce voz:
- Acércate, azucena… Mira qué flor tan extraña… ¡Una flor que habla!
- Majestad- dijo la aludida cuyo traje de terciopelo blanco estaba recamado de oro-, esta pobre florecilla silvestre no sabe el honor que tiene en ser contemplada por su majestad rosa de Francia.
Amelia se quedó asombrada al oír el extraño diálogo, y muy vejada al oírse tratar de “pobre florecilla silvestre”. Pero la reina y su dama se alejaron majestuosamente.
- Heme de nuevo sola con mis pensamientos- dijo la niña tratando de salir de su florero. Pero una multitud de traviesos pajecillos, vestidos de terciopelo violeta, y otros de raso amarillo, la rodearon saltando y gritando:
- ¡Con tus pensamientos! Eso quisieras, que fuéramos tuyos, para atormentarnos, como hasta ahora has hecho.
- ¿Yo?- exclamó Amelia-. Al contrario, siempre me habéis gustado muchísimo. Tengo mi libro lleno de pensamientos secos que parecen recién cortados.
- ¿Y que te parece a ti- dijo un pensamiento, de un morado tan oscuro que parecía de terciopelo negro-, te parece a ti que hemos nacido para morir aplastados entre las hojas de un libro, aunque sea de misa? Cuando dios nos ha puesto en el jardín, es para que gocemos del sol y del aire de la primavera. ¿Te gustaría que os metiesen a ti y a tu familia debajo de un montón de piedras, para que os admirasen luego de aplastados y de convertidos en momias?
- ¿O que te estrujasen para hacer perfume contigo? – dijo la violeta, que estaba reclinada entre almohadones de terciopelo verde oscuro, que casi la ocultaban.
- ¿O que te vendiesen, arrancada violentamente de tu lecho, para adornar un jarrón?- exclamó el nardo, que quemaba perfumes orientales en una copa de alabastro, envuelto en su túnica blanca.
Amelia, sin saber qué responder a tan justas quejas, lloraba silenciosamente. Un grupo de amapolas, descaradas como buenas campesinas, se burlaron de ella:
- ¡Mira, su nariz es tan roja como nuestros vestidos! ¡En verdad que el rocío no favorece a las flores humanas!
Poco a poco, la enorme sala- que era una especie de invernadero de cristales verdes, azules y violetas, sostenida por inmensas palmeras de oro con frutos luminosos, y en cuyo centro había una fuente de coral con un surtidor que cambiaba de colores- se fue llenando de flores animadas, cuyos perfumes hacían la atmósfera totalmente irrespirable para un ser humano. Amelia, toda sofocada, trataba en vano de salir de su florero. Tenía los pies helados por el largo tiempo que habían permanecido en agua, y estornudó varias veces, produciendo gran regocijo entre las flores.
Pero los pensamientos volvieron otra vez a su idea.
- Es necesario someterla a tormento! ¡Que aprenda por sí misma lo que nos hace sufrir a todas! ¿Qué os parece que hagamos con ella?
- Atravesarla con un alfiler, como hizo ayer con mi hermana para prendérsela en el pecho- dijo una camelia, roja de ira-.
- O mejor echarla en una caldera de almíbar hirviendo, ya que su golosina nos condenaba a tan horrible suplicio- dijeron varias flores de acacia, de cuyo aspecto candoroso nadie hubiese podido esperar tanta crueldad.
- No hagáis tanto ruido- dijeron los guerreros cardos, ásperamente-. Ya sabéis que la reina rosa gusta del silencio, del que ella era emblema en la antigüedad. Deliberad en voz baja, o tendremos que castigaros.
- Parece mentira que seáis de nuestro pueblo- dijeron las amapolas, que eran las más escandalosas. Y le sacaron la lengua en señal de desprecio.
- Lo mejor- dijeron los pensamientos, que eran muy testarudos- es atormentarla como ella, cuando no era nuestra cautiva, acostumbraba a atormentarnos. Ahora vamos a hacerte lo que tú nos haces a nosotros.
Y sacando a la desdichada Amelia del florero, quisieron sepultarla entre las hojas de un libro de misa gigantesco.
- Así podremos admirarte siempre, disecada entre dos algodones- decían los muy traviesos.
Pero la niña gritaba tanto, que, temerosos de un regaño, huyeron, después de colocarla de nuevo en el agua, pues se oían pasos que se acercaban.
Era la reina rosa de Francia, que volvía acompañada de un mancebo con turbante amarillo y vestido, a la oriental, de terciopelo naranja sobre una túnica de seda gris. Miró a las flores, silenciosas e hipócritas, y luego:
- Ved, mi querido clavel de Persia- exclamó-. Aquí tenéis una flor de especie muy rara a quien dedicar vuestros madrigales…
- Os chanceáis, majestad- dijo el clavel de Persia-. Yo no dedico mis poesías a una flor artificial.
- No es artificial- protestó riéndose la reina-. Está sólo un poco marchita… - pero se evita cortándola un poco de tallos. Azucena, traedme unas tijeras.
La pobre Amelia se desmayó de nuevo, sobre todo al escuchar que estaba marchita. Pero cuando oyó ruido de las tijeras enormes, volvió en sí, y suplicó a la reina:
- ¡Tened piedad de mí! ¡Yo siempre he amado mucho las flores, y no he podido vivir nunca sin ellas!
La reina se echó a reír, y dijo, dirigiéndose a la rosa de Bengala, su prima, vestida de púrpura con diadema de esmeraldas:
-¡Os aseguro que nunca he visto una flor tan extraña! Habla igual que nosotras...
- Es que yo sé el lenguaje de las flores- exclamó Amelia, encantada, creyendo que había conseguido enternecer a la reina-. La violeta significa modestia; el tulipán, presunción; el myosotis, “no me olvides”.
Pero la violeta, que lucía pomposo traje de raso verde con guirnaldas violetas, protestó indignada: - ¡Qué cúmulo de falsedades! Estoy harta de oírme llamar modestia, cuando mi perfume es un continuo llamamiento para que me admiren, sobre mi lecho de terciopelo verde oscuro.
- ¡Yo presumido!- dijo el tulipán-. En todo caso con razón, pues en Holanda he sido rey durante largo tiempo. Esta flor es una necia pedantuela.
- Por lo que se refiere a mí- dijo el myosotis-, estoy cansado de que los enamorados ridículos me adopten como emblema.
En cuanto a la margarita, se entretuvo en arrancar uno por uno los volantes del traje de Amelia, para saber su porvenir.
Amelia estaba aterrada al ver la cólera de las flores, y la rosa de Francia dijo:
- Ese no es el lenguaje de las flores. Hay otro que has debido entender, mucho más elocuente. Cuando una flor se dobla hacia el suelo, es que tiene sed… Cuando palidece, es que desea la caricia del sol… Cuando se balancea en su tallo, es que es feliz, no que ansíe morir cortada sobre tu traje… Y cuando, como tú ahora, se mustian, es que va a terminar pronto su existencia…
Y todas las flores se rieron mucho. Amelia suplicó:
- ¡Por favor, señora reina! Perdonadme y no volveré a hacerlo más.
- Lo mejor es- dijo el lirio- que tratemos de ver si exhala algún perfume destilándola en un alambique.
Y sacándola del jarrón, la arrastraron hacia un inmenso aparato cuya complicación no anunciaba nada bueno. Entonces la infeliz Amelia perdió definitivamente el sentido, y cuando despertó, se halló sobre la alfombra de su alcoba, con la cabeza sobre las rodillas de su mamá, que decía muy asustada:
- ¡Pero a quién se le ocurre dormirse en una habitación cerrada con flores! ¡Un día se morirá por amarlas demasiado!
- No- dijo Amelia; no volveré a cortar una en mi vida.
Y desde aquel dia, su jardín fue el mejor cuidado de la ciudad, y cuando regaba los macizos, Amelia creía ver sonreír a la rosa de labios rojos, y que las mil caritas de gato de los pensamientos la miraban irónicamente, como duendes traviesos que le recordaban su horrible pesadilla, en la que la niña aprendió, de un modo indeleble, el verdadero lenguaje de las flores.

9 comentarios:

Noelia dijo...

Me encanta la imagen que abre este blog! Ahí hay mucho material para trabajar querida mía. El cuento lo leo más tarde. Que buen proyecto :)

Noelia dijo...

Ah este es una cuento de hada que no me esperaba, que vengan los demás!! :)

Lucía Chain dijo...

siempre supe que los pensamientos eran testarudos!! gracias cuentito por darme la razón... :)

RC Miguez dijo...

Lindas.

Avena. dijo...

Qué maravilla..... tengo este libro con las mismas ilustraciones y todo, de mi bisabuela, y está a muuuy mal traer pues ha sobrevivido varias generaciones de niños!! no tengo la portada y muchos cuentos, incluyendo este, mi favorito están incompletos... que delicia leerlo entero!! aunque solo me faltaba una página. De corazón, MUCHAS GRACIAS!!

RC Miguez dijo...

¡Ay, qué lindo! Cuánto me alegro. Prometo subirlos todos.

Anónimo dijo...

Me morí de nostalgia; los heredamos de mi mamá, que los leia a los 8 años, y el ejemplar está muuuuy estropeadito. Ojalá puedas subir todos los cuentos. Eso sí que es un acto de amor! Gracias!!!

Mariana dijo...

Que increible. Estaba googleando y encontre este blog, con las mismas ilustraciones del libro que tengo en casa. Como dijo mi hija Avena en su comentario del 13 de abril de 2012, esta muy a mal traer, lo recibimos asi ya en mal estado. Hay un cuento maravilloso que no esta completo, y no se ni siquiera como se llama, pero es un viaje que hace un niño con su niñera a ver a la reina de la tierra, el aire, el fuego y el agua. Si lo pudieran publicar, seria maravilloso. Me ofrezco a enviarles aquellos que esten completos escritos. Lo que sea por preservar esta maravilla.

Felicitaciones.

padme64 dijo...

Yo tengo el libro completo quien quiera que me escriba